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Hna Irene: la llegada a África

Desembarcada en Mombasa, la comitiva, después de haber concluido con los trámites aduaneros, tomó el tren del único ferrocarril existente en Kenya, que une la costa con los altiplanos. Desde la ventanilla del vagón, se veía lentamente como el paisaje se iba desplazando, revelando a los ojos asombrados de las misioneras una flora y una fauna de la que anteriormente sólo habían oído hablar: palmeras de coco, euforbios, acacias, gigantescos baobabs, gacelas, jirafas, avestruces, cebras, búfalos, elefantes, rinocerontes y así sucesivamente, incluso, quizás, algún león o alguna hiena en busca de alimento. Al fondo, verdes selvas y la cima perennemente nevada del Kilimanjaro, la montaña más alta de África (de casi 5900 metros de altura).



Los nuestros se bajaron del tren en Limuru, en las cercanías de Nairobi, donde se instalaron durante algunas semanas en una de las primeras Misiones de la Consolata. Fue a recibirlos Mons. Felipe Perlo, vicario apostólico de Nyeri, su destino final. Limuru, era la sede de la delegación misionera, considerada como el campo de entrenamiento para los nuevos misioneros que llegaban a África.
Aquí, del 2 de febrero hasta fines de marzo, la hermana Irene se dedicó al estudio de la lengua kikuyu, documentándose sobre los usos y costumbres de esa tribu y tratando de aprender los métodos de trabajo: una riqueza de conocimientos que le habrían sido muy valiosos en las visitas a las aldeas y en el servicio en los dispensarios.


Después de esta formación inicial en Limuru el grupito continuó su marcha hacia Nyeri, a través de un sendero trazado en medio del bosque. Caminaban tras los bueyes que transportaban el equipaje, y lo hacían con mucho cuidado para no pisar inadvertidamente alguna serpiente. En Kenia no es raro encontrar la víbora, la pitón, la cobra, la muy venenosa naia y el mabra, el más temido de los reptiles porque siempre ataca de repente y desde posiciones que lo hacen casi invisible.
"Para introducirnos en el Kikuyu -escribe la hermana Irene- hicimos una caravana de oro. Nos guiaba S. E. Monseñor Perlo, quien celebró pontificalmente en las distintas Misiones por las que pasamos. En esas ocasiones hubieron Bautismos, Matrimonios y administración de la S. Confirmación. A petición de mis Venerables Superiores, fui la madrina de muchos neo-cristianos a quienes les fueron impuestos vuestros inolvidables nombres, oh queridos míos".

Le habían enseñado a decir en Kikuyu aquel saludo tan usado incluso entre los suyos de Anfo: ¡Alabado sea Jesucristo!, Tokumie YesuKristo. Pero enseguida se dio cuenta que eran pocos los que podían entender el sentido del mismo y desde ese momento se sintió misionera a tiempo lleno: a quien no lo entendiese, ella se lo explicaría. En la granja, le fue confiada la tarea de ayudar a la hermana Constanza en la supervisión del personal encargado de la plantación del café y de otros cultivos, más de trescientas personas entre hombres y mujeres, la mayoría no cristianos.


Aún sin saber bien su idioma, se puso a trabajar con ellos, recorriendo sonriente de un campo a otro, sin preocuparse por la niebla o el barro, ni la humedad durante la estación de las lluvias (Kenia se encuentra prácticamente en el centro de la franja ecuatorial, pero con altiplanos que llegan hasta unos dos mil metros de altitud). Su estrategia estaba orientada a que esta gente sintiese su cercanía, sin sentirse inferior. A veces le bastaba una mirada para intuir un problema y luego resolverlo; se ofrecía inmediatamente cuando alguien necesitaba una ayuda; escuchaba lo que decían hombres y mujeres, tratando de captar en las expresiones de sus rostros, al menos parcialmente, el sentido de sus conversaciones. Todos la recibían con alegría, no la veían como a un frío "controlador", sino más bien como a una amiga que caminaba a su lado compartiendo la fatiga. 


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