Hna Irene y Thiró: el don de la fe
Ejemplar es la historia de Thirò, el hijo del
hechicero Mwareri, uno de los más influyentes de la zona, que lideraba la
oposición a los misioneros. Él le había prohibido terminantemente a su hijo el
detenerse a hablar con la hermana. Según su juicio, ella tenía hechizos capaces
de engañar a la gente con ciertas historias acerca de un dios que no era el de
sus tradiciones. Por lo tanto, Thirò evitaba cuidadosamente cruzarse con el
padre Gillio o con las hermanas; su aspiración era seguir las huellas de su
padre, aprendiendo los secretos que él, a su vez, había aprendido de los
ancianos de la familia.
Sin embargo, por curiosidad y oculto entre la
vegetación, a menudo se acercaba a la misión para espiar, y ver qué era lo que
estaban haciendo en la escuela. Huía tan pronto como alguien se acercaba. Un
día se cruzó con la hermana Irene; ella amigablemente le puso una mano en el
hombro y sonriendo le preguntó quién era, dónde vivía y por qué no iba a la
escuela. Thirò, a pesar de la evidente situación violenta que enfrentaba,
explicó la razón por la que se mantuvo alejado de la misión. La cosa pareció
terminar allí, pero en el niño creció la curiosidad por saber más sobre esta
mujer que lo había acogido con bondad amorosa. Por lo tanto, sin el conocimiento
de la casa, comenzó a asistir a la escuela de Gikondi. Le tomó gusto, también
porque poseía una inteligencia notable y quería aprender de todo, incluyendo el
catecismo que su padre había demonizado.
Pasó el tiempo y Mwareri descubrió las fugas de su
hijo, que le confiaba la custodia de sus cabras a un amigo para no perderse ni
una lección. Tan pronto el pequeño regresó, lo castigó a latigazos. Thirò quedó
en silencio y prometió no volver más a Gikondi. Después de algunos años, la hermana Irene lo encontró
casualmente en la calle. El niño no podía ocultar la nostalgia que desde hacía
tiempo sentía, pero se contuvo por temor a la reacción de su padre. Volvió a
asistir a la escuela, esta vez sin ocultarlo, desafiando incluso las palizas.
Había aprendido a leer y a escribir, y estaba orgulloso. Mwareri, comprendió
que la fuerza no había sido la solución. Finalmente pensó que, después de todo,
un hechicero con un bagaje cultural sería más apreciado que uno analfabeto; se
resignó, aunque poniendo al hijo en guardia para no cambiar de religión.
Se acercaba para el joven la ceremonia de la
circuncisión, que lo transformaría oficialmente en un adulto. Durante un tiempo
Thirò no fue a la escuela. Un día se presentó ante la hermana Irene diciendo
que había decidido viajar a Nairobi en busca de trabajo. Con pesar, ella vio la
interrupción de un camino de catequesis muy prometedor. No le quedaba otra
solución que orar. Así lo hizo todos los días, con una intención especial para
ese muchacho perdido en la capital. Allá había encontrado un empleo como
almacenero, con un patrón musulmán, que le veía grandes cualidades; éste lo
instaba a abrazar el Islam con la promesa de grandes ganancias y de una
posición segura.
Thiró inicialmente había sido combatido; pero a
veces sin que nadie lo viera, hacía la señal de la cruz y oraba. Con el tiempo,
poco a poco, el ambiente circundante lo contagió hasta el punto de hacerle
olvidar el catecismo. Ciertamente allí no le faltaba nada, tenía comida,
refugio y ya había ahorrado una buena cantidad de chelines. Un día recibió una
carta de la hermana Irene; no era la primera, pero al parecer las otras se
perdieron. "Thiró -estaba escrito-
nuestro buen y amado alumno, por favor, lee y reflexiona sobre esta carta. Tú
estás ganando dinero, pero piensa que después, pese a toda la riqueza, todos
moriremos y compareceremos ante del Señor para ser juzgados por nuestras
acciones. Si nos encontramos siendo sus amigos, se nos dará el Paraíso con
todos sus bienes para toda la eternidad. De lo contrario, si en la vida hemos
despreciado a nuestro Creador, seremos arrojados al infierno. Lo que vale es el
alma. El cuerpo está destinado a marchitarse. Ten cuidado; que el diablo no te
engañe. El Señor es nuestro Padre y
recompensará a cada uno en proporción al servicio que le hemos ofrecido. Trata
de estar bien y que el Señor te ayude. Soy yo, hermana Irene mc ".
Tan pronto como leyó esas palabras, Thiró sintió una
profunda emoción. En ese momento recordó todos los días felices vividos en la
misión bajo la guía materna de la hermana Irene. Se miró en el espejo, casi
avergonzado de sí mismo, y tomó una firme decisión: dejaría el empleo rentable
como comerciante y volvería a Gikondi.
Cumplió su palabra; la familia no entendía cómo pudo
renunciar a un trabajo tan rentable sólo para volver a la escuela; por ello no
le hicieron fiesta a su regreso. Cuando volvió a ver a la hermana Irene, él se
sintió realmente feliz. A esa carta la guardó siempre entre las cosas más
queridas. Eran las oraciones de la
Mware para salvarlo y él estaba tan seguro de
ello que, después de años, dejó el siguiente testimonio, citado por la hermana
Juana Paola Mina en su libro. "La hermana Irene -dice Thiró- hizo muchas
cosas por mí, cuando yo era joven. Pero la carta que me escribió a Nairobi fue
la que me conquistó. Yo tuve el deseo de ser bautizado, pero me faltaba el celo
que me hiciera buscar el bien antes que ninguna otra cosa. Además, su continua
oración en la iglesia, en la calle y durante el trabajo, me hizo comprender que
el asunto del alma debía ser algo de gran valor y debería importarme más que
las cabras, el dinero y todo el resto. Entonces empecé a rezar el rosario
fervientemente para que la
Virgen María me ayudase a ser un fiel seguidor del Señor.
Quiero secar sus lágrimas". Concluía hablando de la hermana Irene que se
había preocupado mucho por su destino. Y reconociéndose "malo" se encomendaba
a sus oraciones como a las de una santa.
En la
Nochebuena de 1928, Thiró recibió el bautismo con el nombre de Pío y le confió a la
hermana Irene su deseo de ser sacerdote. En el siguiente mes de enero entró en
el seminario en Nyeri. El camino era largo y difícil para él, que se empeñó a
fondo para recuperar el tiempo perdido. No era un coloso de salud, y en 1941,
cuando estaba en su primer año de teología, el Señor se lo llevaba.
Hna Irene y Thiró: el don de la fe
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